la suerte suprema

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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

domingo, 14 de marzo de 2010

LA CRUELDAD DE LAS CORRIDAS / Por Ramón Pérez de Ayala

Plaza vieja de Madrid (Foto Ragel)

LA CRUELDAD EN LAS CORRIDAS DE TOROS

POR RAMÓN PÉREZ DE AYALA

ABC, Madrid, 22 de abril de 1961

Vamos ya en derechura con la ética de los toros. El primer fallo condenatorio, el más extendido, afirma que las corridas de toros son inmorales, puesto que son crueles. Sería inepto negar su crueldad. Cruel es la vida misma y la naturaleza toda. Dejemos esto de lado, por ahora. Precisemos posiciones ante esa imputación de crueldad, especificándola, así en sus modos como en el carácter íntimo, de lo que es cruel y de lo que no es cruel.
El público -se dice- es cruel con los toreros; va por pasar el rato, que consiste en verlos en peligro de muerte. En segundo lugar, el público y los toreros son crueles con el caballo y el toro; el público, por pasividad contemplativa; los toreros, por acción directa. Se dice, por último, que una persona delicada y sensitiva al dolor ajeno no puede resistir el espectáculo de los sufrimientos del lidiador, los del toro, y, sobre todo, los del caballo; porque -añaden- el torero torea voluntaria y libremente, pero nadie les ha consultado al caballo ni al toro.

En efecto: una persona bien organizada sufre del ajeno sufrir. Pero vuestra experiencia los habrá enseñado que una cosa es sufrir con el ajeno dolor, por simpatía humana, lo cual distingue verdaderamente a las personas piadosas, y otra cosa, no ya diferente, sino opuesta, es rehuir la presencia e ignorar la existencia o bien exigir la ocultación del dolor humano, no por humana simpatía hacia él, antes bien por egoísmo, no menos humano y más frecuente que la piedad, por no sentirse perturbado en el disfrute sensual de una vida regalada; por temor, en suma de tener que reconocer, ante el cuadro de la miseria y angustia de nuestros semejantes, y del dolor universal, que aunque la vida para uno sea un festín, no lo es para todos, ni nuestro mundo es todo el mundo; cuya admisión implica cierta medida de coraje y responsabilidad.
Muchas instituciones de beneficencia, frías, mecánicas, mantenidas de lejos y sin caridad, obedecen a esa inclinación egoísta de esconder las miserias ajenas, por no tener que verlas, estregando el goce de la vida propia con la imagen anticipada de un dolor posible o presunto para sí. Por eso, Maurice Legendre, en su Portrait de l´Espagne escribe con tino que las corridas de toros asustan mucho a las mujeres que no quieren tener hijos porque tienen miedo de parir.

Se suele contraponer, por vía de alegato, a la crueldad de las corridas los toros la de otros espectáculos más o menos bárbaros, como el boxeo. Pero a no pocos extranjeros les he oído replicar a esto aquello de que el boxeador obra libremente, sin que nadie le obligue. A lo cual yo hube de replicar siempre: si el deshacerse dos hombres a puñetazos no deja de ser una cosa fea o cruel se debe justamente a que lo hacen libremente y sin necesidad; y por tanto peor será convertir eso en una carrera aplaudida y bien remunerada, y al gañán que anda a golpes, en un héroe nacional.

Pero hay extranjeros muy taurófilos, de los cuales yo conocí bastantes. Y a uno de ellos, un inglés, le escuché el mejor argumento sobre la supuesta crueldad de que se usa con el toro. Para entender el argumento es preciso recordar que el deporte más clásico y caballeresco entre ingleses es la pesca de la trucha con caña. Desde luego, todos los ingleses convienen en que la pesca con caña es lo más apetecible e inofensivo, y denota por consecuencia, en sus devotos y apasionados, un corazón angelical incapaz de hacer mal a nadie. Como prueba de esa doctrina unánimemente aceptada voy a citar un ejemplo representativo. El célebre escritor contemporáneo de John Buchan, Lord Tweedsmuir, gobernador general que fue del Canadá, entre otras obras excelentes escribió una biografía del Emperador Augusto.
Pues bien: defendiendo a su biografiado de la imputación de crueldad ocasional apuntada en varios historiadores latinos, arguye Lord Tweedsmuir: No es posible que Augusto fuera cruel porque su enfrentamiento favorito los era pescar con caña." Además de apacible e inofensiva, la pesca con caña ajusta a varias reglas caballerescas la primera de las cuales estriba en el respeto a la que parece contraria no usar uno ventaja y concederle al otro todas las posibles, un poquito más. Por lo pronto, no se pone cebo en el anzuelo, sino una fingida mosca; pues tampoco con este insecto hay que ser cruel; salvo por procedimientos científicos, como el "Flit". Pero este concepto, tan noble de la pesca no es exclusivo de los británicos, sino que tiene sus antecedentes en aquel aragonés que tampoco ponía cebo, y cuando un mirón le hizo notar: "Así no pescará ninguna trucha." Él, como un sesudo "home de pro"; respondió: "Aquí no se engaña a 'nadie'; la que quiera picar, que pique."
Pero, en resumidas cuentas, en la pesca con caña, a la inglesa, se trata, ni más ni menos que de pescar la trucha para luego comérsela. Eso sí, se pescarla con mucho respeto; cómo el alcalde de Zalamea ahorcó al capitán.
Con estas glosas previas ya estamos en disposición de entender el argumento de mi amigo inglés sobre la supuesta crueldad de que se usa con el toro. Decía mi amigo: "Lo que sufre un toro en el ruedo no es nada comparado con lo de un pez atravesado por la garganta asfixiándose fuera del agua. Pero lo que ocurre es que la gente no se fija sino en el tamaño respectivo de los dos animales. Otra cosa sería si el toro fuera tan chico como una trucha, y la trucha tan grande como un toro." Me decía esto antes de que se pusiera de moda la pesca del pez espada con caña. Y basta, por el momento.

A mí parecer, no es anteponiendo emociones sentimentales o sensaciones de orden físico, a causa del desagrado y aun horror instintivo que nos produce asistir al derramamiento de sangre, como se debe juzgar de la ética de los toros. La ética o moral superiores son siempre severas, y su práctica estricta suele ir aparejada con la aceptaci6n del sacrificio del dolor por nuestra parte y la pesadumbre penosa de saber que inevitablemente estamos acarreando de alguna manera de dolor al prójimo. La moral más piadosa se reviste acaso de apariencias de crueldad. Si así lo fuese, no seríamos seres humanos con conciencia del dolor, y nos hallaríamos todavía en estado de naturaleza animal. Porque la ética reside en la esfera interior de los motivos.
Los únicos motivos del reino animal son los de conservaci6n del individuo y de propagaci6n de la especie. Los animales se hacen crueles y fieros hambre, por amor físico y por salvar la vida; y lo mismo los hombres cuando caen a estas urgencias desesperadas de la naturaleza irracional. Pero ética se define en el alma del hombre cuando como finalidad última de su conducta son superados esos motivos imperiosos, de común naturaleza con los animales, por motivaciones de calidad superior, desinteresada y como si dijéramos sobrenatural; literalmente sobre lo natural. He aquí la esencia de cuales estriba de la motivación ética, como también de la emoción estética; el desinterés, desasimiento o renunciamiento interiores de todo bajo motivo biológico y apetencia egoísta.

Ahora bien: en el hombre que lidia con el toro, nadie dirá que actúa como estímulo inmediato el instinto de propagación de la especie, como no sea en aquella forma etérea de amor platónico con que el caballero se encomendaba mentalmente a su dama antes de comprometerse en el combate mortal; y en cuanto al instinto de conservación, de lo que se trata, por puntillo de honor, es de domeñarlo, acallarlo y superarlo en diálogo decisivo con la muerte; de lo cual, claro está, porque al fin el hombre es hombre, no se deduce que más de una vez el lidiador no ponga pies en polvorosa y tome el olivo de cabeza. Pero, ¡hay que oír lo que luego dice el público, celoso guardián de la tradición y de la ética taurina!...

Insisto en que la esencia de la ética reside en la esfera más intima de los motivos. Pero, claro, si no se acompañan con actos, son los motivos por sí como nostalgias de paralítico. Y de buenas intenciones está pavimentado el camino del infierno. Los motivos, por tanto, no pueden por menos de traducirse en reglas, o normas, de conducta. Toda nuestra ética, la cristiana, se resume en una norma tan sencilla que la puede entender un niño: "No quieras para otro ni le hagas lo que no querrías que te hiciesen a ti." Kant, después de mucho cavilar, quiso dar con un fundamento filosófico, de principio, para la ética, y creyó hallarlo en esta otra norma: "Debes obrar en cada caso de suerte que los motivos de tu conducta pudieran convertirse en regla universal."
Es mucho pedirle a uno, porque si antes de determinarnos en hacer algo nos pusiéramos a reflexionar si nuestros motivos eran susceptibles de ser formulados como patrón universal en un nuevo decálogo, lo más probable es que nos viéramos finalmente al borde del sepulcro sin haber osado mover pie ni mano, como los faquires. La admonición evangélica es mucho más simple y hacedera. De todas suertes, la una y la otra coinciden sustancialmente. Entrambas establecen la razón y la condición primarias, elementales, para la convivencia humana. De aquí que los latinos a la ética la llamaron "moral"; o sea, lo acostumbrado, que la experiencia ha demostrado ser lo debido y conveniente. Sin esa moral o ética primarias -infusa por Dios en la conciencia individual, y explícita en la palabra revelada- no podría haber sociedad entre los hombres. Por eso mismo, aquellas dos normas de conducta coincidentes, la religiosa y la filosófica, presuponen la preexistencia, o cuando menos la coexistencia, de la sociedad de los hombres. A Robinson, por ejemplo, huelga amonestarle, en la soledad de su isla, que no haga con su prójimo y vecino, de que carece, aquello que de ellos recíprocamente no desea o teme que le hagan.

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