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Pepe Bienvenida / La suerte suprema

sábado, 24 de julio de 2010

Adiós, Barcelona / Por José Ramón Márquez

El Cid con Guitarrero en Madrid, la tarde del 12 de mayo de 2002

Adiós, Barcelona
José Ramón Márquez
Mira, hombre, lo que son las casualidades. Gracias a una sustitución, El Cid estará cerrando el ciclo de la historia taurina en Barcelona. Al menos un torero de broche de oro para que el paripé y el punto final no sea además una huída por la puerta falsa.
Por mi parte, que se fastidien los parlamentarios esos y que les aproveche el golf ése que practican ahora las hordas de oficinistas o las barbacoas de butifarra o las que sean sus aficiones, y que Balañá (¿o es Balanya?) disfrute de las pelas que le van a dar por el solar que convertirán inmediatamente en "Espai per la llibertat, el diàleg i el que al meu em doni la gana". No he ido nunca a los toros en Barcelona, y creo que ya no iré jamás.
Ya lo dijo Jorge Berlanga: ¿Pero hubo alguna vez toros en Barcelona?
Pues yo creo que para los de nuestra generación la respuesta es que, lamentablemente, no. En la hemeroteca hay muchísimos toros en Barcelona, y en la memoria de Santainés, todos, pero la realidad de los últimos treinta o cuarenta años, es que los únicos recuerdos que muchos tenemos de la Barcelona taurina son las cogidas fatales del hermano de Paco Camino, Joaquín, y de José Falcón en la época que esto de los toros era cosa de fachas, que te miraban como a un bicho raro, si decías que eras abonado de Las Ventas.

Y en lo demás, hubo otra época en que Barcelona en vez de ser este parque temático que es hoy en día, lleno de extranjeros que se extasían ante las gaudinadas, ante el diseny, ante el MACBA y, en general, ante la parida institucionalizada, era la ciudad del Barrio Chino, que entonces no se llamaba El Raval, del Zeleste, del Biquini, de los clubs con música en vivo, del concierto de los Stones, precisamente en la Monumental, del Gimlet, de las manitas guisadas de Casa Leopoldo, del Gato Pérez, del Vibraciones, el Víbora, Makoki y el Star. Era una ciudad cosmopolita, envidiada desde Madrid; una especie de Meca de peregrinación. Nos hacíamos la N-II a dedo como jabatos para echar tres o cuatro días en aquel paraíso, que era el colmo de la modernidad frente a la pobreza triste y manchega de nuestro Madrid de entonces. Pero de toros, ni mú.

¿Y cuando se estropeó Barcelona? Pues yo creo que cuando se hicieron los amos los meapilas con toda su parafernalia de sus barretinas, sus sardanitas, su 'hunurable', con la peste olímpica y, en general, con toda esa caspa mugrienta de los juegos florales del siglo XIX que no hay forma de que desaparezca. Los caciques se adueñaron del cotarro, abdujeron a los charnegos, que eran los únicos que podían haber salvado a Barcelona del desastre, y se aprestaron al mangoneo de manos del absurdo rollo autonómico y etnolingüístico. Peor para todos ellos.
Madrid entonces se vino arriba y a ellos se les murió primero Tarradellas, después la ciudad y por último el Copito de Nieve. Ahora, en aras de la sacrosanta ‘identitat’, están empeñados en matar a los toros por oscuros manejos, como si eso fuese lo que estropea la cosa, que no se enteran de que hacen más daño a esa sociedad cinco consellers, siete diseñadores y tres chef estrella que una corrida de toros, aunque la mate Fran Rivera.

Bueno, pues ya que estamos resignados al fin de esta pequeña agonía, al menos alegrémonos de que en ese postrero cartel de Barcelona haya un torero que, como en una especie de redención de la historia, llevará a aquella ciudad, acaso por última vez, la verdad del toreo eterno, de este bárbaro arte de hombres y fieras al que los mercachifles expulsan de la ciudad muerta y disfrazada de oropel, de esta absurda Babilonia de cartulina, asfixiada, víctima de su detestable corrección política y etnocéntrica.

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